viernes, 13 de mayo de 2016

Lunares.

El día hacía rato ya que acabó. Las estrellas hicieron su acto de presencia hacía unas horas -o unos días, o unos años-. La lluvia ya había cesado tiempo atrás y nos quedábamos sin motivos por los que refugiarnos en mi cama. Pero ahí seguíamos, contándonos los lunares como si no tuviéramos de que preocuparnos. No importaba que te fueras a ir para siempre; porque yo intentaba convencerme de que esa noche era eterna, aunque los minutos se esfumasen entre mis manos con la misma rapidez que tú. No importaba tampoco que me fueras a olvidar, yo recordaría nuestros momentos juntos con la misma intensidad con la que lo haríamos ambos. No importaba que fueras a dejar de amarme, yo jamás lo haría.
Cada roce de las yemas de tus dedos en mi desnuda piel me producía mil escalofríos cargados de melancólicas memorias. No decías nada, tan solo me secabas las lágrimas con dulces besos. Yo te gritaba en silencio que te quedaras. Pero no podías -o no querías- oírlo. Tú, culpa de mi dolor y cura del mismo, me dejarías en esta triste ciudad a solas con mis recuerdos, con nuestros recuerdos. Tú, causa y sanación de mis heridas, te marcharías para no volver. 
Con los fríos rayos de un amanecer invernal decidiste dejarme llorando y marcharte ya. Te tenías que ir y no podías hacer nada para evitarlo; o por lo menos eso es lo que te repetías una y otra vez tratando de auto convencerte. La verdad es que ambos sabíamos que sí podías evitarlo, que tenías otra opción.
El sol salió sin importarle lo que ocurría en esa habitación o en mi interior. El mundo seguía girando, el tiempo seguía corriendo y las personas seguían viviendo sus mundanas vidas. A nada ni nadie parecía importarle que me estaba muriendo por dentro. Cada segundo que mi piel pasaba alejada de la tuya era como una puñalada de frío acero en el pecho. Por desgracia, el tiempo seguía sin detenerse y ya era la hora de despedirnos.
Seguíamos en silencio. Te observaba empaquetar tus últimas cosas intentando captar cada milímetro de tu esencia para poder recordarte cuando ya no estés. Estabas junto a mí y ya me dolía tu ausencia entre mis brazos. Una vez en la puerta nos observamos en silencio. Cuando pensaba en ese momento se me ocurrían mil cosas que decirte para que te acordaras siempre de mí, ahora me parecen basura. 
Esa noche me has enseñado que los silencios dicen más que cualquier palabra.
Me pediste que no llorara más. Me extrañó oír tu ronca voz y me extrañó seguir llorando. 
El mundo era ahora para mí de un eterno color gris.

No hay comentarios:

Publicar un comentario