miércoles, 16 de diciembre de 2015

Ondas del campo

Llegué a aquel paraje pardo que como las olas en el mar se movía formando ondas de parda tierra y parda hierba. El cielo, azul, quedo, sin nubes, tan solo hacía acto de presencia el blanco y enorme sol.
Todo estaba tan quieto y silencioso como el tiempo muerto. No pasaban ni las horas, ni los minutos, ni los segundos, tan solo pasaban las suaves y lentas ondas del campo que a morir a la desierta y negra carretera van como las olas del mar que en la orilla perecerán.
Eternamente así me quedé viendo el venir y el ir de las ondas del campo que se mecen como el alto trigo dorado acariciado por el suave viento castellano.
La eternidad pasó y yo ahí seguía: contemplando el mecer de la tierra y la quietud del sol.
Cerré los ojos y respiré.
Aspiré la fragancia del infinito, de las noches de verano y de las otoñales tardes. Aspiré el perfume de los primeros amores y de las sinceras sonrisas. Aspiré el olor de tu presencia y de tu ausencia.
Abrí los ojos cuando el fin del tiempo y el tiempo del fin se encontraron.
Una enorme luna me sonreía maternalmente intentando abrazarme con sus rayos de plata.
Las estrellas miraban curiosas a esta pobre chica que había observado durante media hora creyendo que había sido eterna, pues apenas habían pasado treinta minutos desde el comienzo de mi visión de las ondas del campo que ahora parecían pétreas sombras de la curva de tus labios.
Se burlaban de mí los astros por ser finita, pero fui eterna durante un instante.
Y ese instante durará para siempre.